Hoy nuestra Hermandad conmemora una de las efemérides más importantes en su historia reciente: se cumplen en el día de hoy nada menos que cien años del Viernes Santo de 1921.
Cuesta en nuestro tiempo imaginar como eran aquellas procesiones de hace un siglo, pero seguro que a nuestros antepasados de aquellos primeros años veinte les extrañaría más todavía asimilar la Semana Santa Ferrolana contemporánea. Para ellos ver a los capuchones con sus característicos antifaces y capirotes habría sido sin duda una absoluta extrañeza, por no hablar de los grandes tronos, de los martillos y campanas, y el bullicio del turismo de nuestros días. No obstante aquel día de primavera de 1921 nuestro Ferrol, la ciudad departamental, daba un paso de gigante de cara a la modernidad cofrade, por vez primera en nuestra casa, la Iglesia de Dolores, se daba un cambio de paradigma: no sería la “Dolorosa del Enquentro”, hoy María Santísima de la Piedad, quien ofreciese su rostro de dulzura y amor al pueblo ferrolano aquella jornada; sería la otra imagen de Nuestra Señora, la ”Dolorosa del camarín”, que nunca había salido del altar mayor de nuestro templo, una imagen destinada por la Orden Servita desde un inicio no para las celebraciones pasionales de la Semana Santa, sino para la veneración en el interior. Una imagen que es hoy eje central no solamente de su cofradía, su iglesia o su calle, que toman su divino nombre y que honramos esta semana, sino que es también epicentro del sentir cofrade de la ciudad y, por qué no decirlo, de su día a día. Quizás los ferrolanos de hace cien años ya perdían el sentido admirando su belleza, dejando caer sus pesares en la misericordia de su mirada, y quizás desde más antiguo se le profesaba una devoción tan grande o más que en nuestro tiempo, porque aquella mañana de primavera, al abrirse las puertas de la iglesia frente a la antigua Plaza de Dolores, y ante seguramente el asombro de más de uno, salía majestuosa quien es motivo de absoluta pasión y devoción en nuestro Ferrol.
María Santísima de los Dolores, “La Virgen”, salía a la calle en un ambiente de fervor popular quizá no muy distante del que vivimos hoy, pero por vez primera. Aquel veinticinco de marzo la Semana Santa cambiaría para siempre, y así lo ha atestiguado el paso del tiempo en este último siglo. Porque fue en torno a su manto que se confeccionaron los primeros capuces de la Semana Santa Ferrolana, fue en torno a su mirada y ante la de la misericordia de su Santísimo Hijo que se constituyó esta hermandad, y en torno a la majestuosidad de su paso es que generaciones de ferrolanos han iluminado las calles de su barrio en la noche de cada Viernes Santo. La Semana Santa Ferrolana es absolutamente inconcebible sin su divina imagen, pues no hay corazón de esta tierra, o forastero en la primavera departamental, que al paso de su color negro como el azabache y símbolo del luto que refleja, y con cada detalle de oro que envuelve su presencia, no sepa reconocer en Ella a la madre de Dios, que al pie de la cruz y ante el paso de los siglos, consuela urbi et orbi a sus hijos, que no ven sino en Ella, la mayor de las expresiones del amor, la Fe y la belleza.
Hoy, ya cien años después de aquel día, no debemos olvidarnos de que somos herederos de una historia y de una tradición entregada por la fe de nuestro pueblo de generación en generación, y de la que ante el paso inevitable del tiempo solo es testigo Ella, Nuestra Señora de los Dolores, quien ha sido espectadora de infinidad de vivencias y súplicas de nuestra ciudad durante el paso de los años. No sabemos el año del que data la efigie de la madre del Señor, pero sí que hemos podido conocer de la especial devoción popular que despierta desde siempre, muestra de ello es que su barrio, La Magdalena, tradicionalmente dedicado al comercio, fuese quien la nombrase no menos que Patrona del Comercio Ferrolano, y que, en cada salida procesional, sea su barrio quien más se vuelca para ver pasar a “La Virgen”. Su manto, temporalmente apartado por el implacable paso del tiempo, es un regalo donado por el pueblo de Ferrol, quien nunca se ha apartado de su lado y fue donado por cuestación popular en la década de los años cuarenta del pasado siglo, cuando cada peseta valía bastante más de lo que hoy podemos imaginar. Muestra del arraigo que la ciudad tiene con su Virgen de los Dolores es que en la agitada jornada de cada Viernes Santo se aglutina para verla salir al encuentro con su Santísimo Hijo con la cruz a cuestas, o como al dar paso el ocaso a la noche cerrada, almas devotas con sus velas iluminan las calles del Ferrol de la Ilustración para acompañar a la afligida madre de todos, que viene de dar entierro al fruto bendito de su vientre en la Concatedral de San Julián, en el camino de vuelta a su casa, a su Plaza de Amboage, que antes ya llevaba su nombre, y en un alarde de amor y fe su ciudad la arropa en el recogimiento de la oscuridad de las velas para cantarle en un susurro que otorga el broche final a la Semana Santa de Dolores, la Salve Regina.
Por eso hoy, un siglo después de que comenzase a caminar por nuestras calles quien hoy es junto con su Santísimo Hijo, devoción de devociones en nuestros corazones, no podemos sino pedirle que conceda a las futuras generaciones de nuestro Ferrol, la misma suerte de heredad que nosotros hemos recibido, de ver su rostro cada primavera desde la más tierna infancia hasta la última mirada en la vejez, y que como madre de madres abrigue bajo su manto a cuantos hemos tenido la dicha de perdernos en la profundidad de sus ojos.
Mater Dolorosa Ora Pro Nobis.